Josep Fontana. Historiador
Las conmemoraciones del 75 aniversario de la sublevación militar de 1936 han pasado con más pena que gloria. Nadie que tenga dos dedos de razón se atreve ya a reivindicar el viejo mito que legitimaba la insurrección como la respuesta a la amenaza de una revolución comunista, pero esta interpretación ha sido reemplazada por otra que reparte la responsabilidad entre los dos bandos: la Guerra Civil habría sido, simplemente, el resultado del choque entre dos violencias de derechas e izquierdas, de signo distinto pero igualmente culpables.
Basta con examinar lo ocurrido con la documentación adecuada para rechazar esta nueva legitimación de la revuelta. Esto es lo que nos permite hacer un libro realmente excepcional, aparecido recientemente. Se trata de la obra de José María García Márquez y Miguel Guardado Rodríguez, Morón: consumatum est. 1936-1953: Historia de un crimen de guerra (Planta Baja, Morón, 2011), que se basa en una investigación realizada en los archivos militares y judiciales y en más de un centenar de registros civiles, complementada con un impresionante caudal de escritos y testimonios personales.
La historia que se nos cuenta en estas páginas puede parecer al principio algo conocido: una población donde no hubo violencia alguna hasta que se combinaron la amenaza militar de las tropas sublevadas y la defección de la guardia civil local; una rápida ocupación militar con escasa resistencia (los defensores, que apenas tenían fusiles, combatían con escopetas de caza, pistolas y hasta sables) y, como culminación, la represión consiguiente. Pese a que la gente de izquierdas, que sabía lo que le esperaba a manos de Antonio Castejón, se había apresurado a huir del pueblo, hubo un primer e inmediato “escarmiento en el que sucumbieron unos 300 comunistas”, según escribía un salesiano, en una ciudad con “las calles con cadáveres, basuras, cenizas y efectos de los saqueos y casas incendiadas”. Queipo de Llano se apresuró a proclamar: “En cuanto a Morón: consumatum est. Se ha hecho un escarmiento que supongo impresionará a los pueblos que aún tienen la estulticia de creer en el marxismo y en la esperanza de podernos resistir”.
El minucioso trabajo realizado por los autores les permite establecer el balance numérico de las dos violencias: un total de 24 víctimas de la violencia “roja”, contra 440 muertos y 575 encarcelados como consecuencia de la violencia “azul”. Las cifras son elocuentes, pero aún lo es más la cronología. Hubo 33 detenidos derechistas en los primeros días, entre los cuales figuraban un sacerdote y dos salesianos, mientras el resto de curas y las monjas quedaron en libertad. Las únicas víctimas derechistas se produjeron el día 21 como consecuencia de la sublevación de la Guardia Civil: 16 muertos en el tiroteo, 6 asesinados y un desaparecido. La respuesta fue, inmediatamente después de la conquista, 302 asesinados “por aplicación de los bandos de guerra”, a los que hay que añadir 49 que lo fueron tras la sentencia de un consejo de guerra, además de 26 muertos en prisión.
Sólo un trabajo como este permite sacar a la luz esa primera oleada de violencia ejecutada sin ningún trámite judicial, que en su mayor parte no sólo no dejó ningún registro, sino que fue cuidadosamente ocultada después. Lo que conduce a hacernos ver que las cifras globales de víctimas del terror franquista que manejamos no sólo es que no sean completas, sino que nunca podrán completarse, ante la dificultad de repetir pueblo por pueblo una investigación como la que se ha realizado en Morón.
La aportación fundamental de los autores no consiste, sin embargo, en haber establecido estas cifras, con ser importantes, sino en haber recuperado la realidad cotidiana de la represión y habernos mostrado el rostro inhumano de la barbarie a través del seguimiento de cada asesinato.
Son cientos de historias personales de víctimas, de gentes sencillas como ese Francisco Rubio García, de 52 años de edad, un jornalero que no estaba afiliado a partido ni sindicato alguno. Trabajaba a sueldo en la siega en una finca cercana cuando lo detuvieron en Morón y lo encerraron en un barco-prisión en Sevilla. Declaró ante el juez que no sabía leer ni escribir y que no sabía nada sobre lo que le preguntaban. El instructor propuso que se le dejase en libertad, por no existir indicios de culpabilidad; pero fue entregado a un piquete que lo asesinó en la madrugada del 4 de septiembre de 1936. Su muerte no se inscribió en el registro civil.
O como Mercedes Luna, natural de Córdoba y también de 52 años de edad, que se dedicaba a las labores de su casa, sin que se le conociese militancia alguna. Detenida el 26 de julio, fue también enviada a Sevilla, donde, en el cuartelillo policial, sufrió fracturas y una conmoción cerebral que le provocaron la muerte el 29 de julio. Ante la demanda del juez militar, que preguntaba por ella, el comisario jefe le comunicó que “cuando se encontraba en el piso superior de este edificio, aprovechando un descuido del guardia que la custodiaba, se arrojó por un balcón al patio interior”. Tampoco se inscribió su muerte en el registro.
Pretender que la Guerra Civil fue la consecuencia de dos violencias enfrentadas, equiparando la culpabilidad de los Franciscos Rubios y las Mercedes Lunas con la de sus asesinos es no sólo un insulto a la razón sino una muestra de miseria moral.